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Traducción de Celso Sánchez Capdequí
Mientras que la vida ha progresado desde el nivel
meramente animal hasta el del espíritu y éste, por su parte, hasta el
nivel de la cultura, en ella aparece una contradicción interna, cuyo
desarrollo, despliegue y nuevo surgimiento constituye la totalidad de la
cultura. Podemos hablar claramente de cultura cuando el movimiento
creador de la vida engendra ciertas estructuras en las que encuentran
expresión, en concreto, las formas de su consumación y manifestación.
Estas formas comprenden, en sí, el fluir de la vida dotándola de
contenido y forma, libertad y orden: así, por ejemplo, las obras de
arte, las religiones, los conocimientos científicos, las leyes de la
técnica y de la sociedad y muchos otros casos. Sin embargo, estos
productos de los procesos de la vida disponen, en el instante de su
surgimiento, de una existencia propia que poco tiene que ver con el
ritmo agitado de la vida, su ascenso y descenso, su continuada
renovación, sus permanentes divisiones y reunificaciones. Son armazones
donde se solidifica el potencial creativo de la vida; sin embargo, ésta
pronto los trasciende. Almacenan la vida imitativa para la que, en el
análisis final, no hay espacio que sobre. Muestran una lógica y
regularidad propias, un sentido y una fuerza de resistencia específicos,
una cierta rigidez e independencia muy alejadas de la dinámica
espiritual que los creó. En el momento de esta creación corresponden a
la vida pero, a medida que tiene lugar su desarrollo continuado, se
mantienen en una exterioridad consolidada, algo que los hace
independientes.
Aquí se encuentra el fundamento último de que la cultura tenga una historia. Cuando
la vida devenida espiritual engendra incesantemente formas que
encierran una pretensión de autoclausura, duración y atemporalidad,
estas formas son inseparables de la vida, como la condición
necesaria sin las que no puede manifestarse, sin las que no puede ser
vida espiritual. La vida es un devenir incesante, su ritmo agitado se
presentifica en toda nueva estructura en la que se produce una nueva
forma de ser, se opone a la duración firme o a la validez atemporal.
Cada forma cultural, una vez creada, es minada por las fuerzas de la
vida. Tan pronto como una forma ha accedido a un desarrollo insuperable,
comienza a revelarse la siguiente forma; ésta, tras una lucha que puede
ser más o menos prolongada, triunfará inevitablemente sobre su
predecesora.
La historia, como ciencia empírica, vierte su
interés hacia el cambio de las formas culturales. Aspira a localizar los
portadores concretos y las causas del cambio en cada caso. Pero lo que
acaece, en el fondo, es que la vida sólo puede manifestarse a sí misma
bajo formas particulares; dispuesta sobre su propia agitación, fluencia y
desarrollo, la vida permanentemente se enfrenta a sus propios
productos, los cuales han cristalizado y no pueden moverse con ella;
pero como su propia existencia externa no puede ser otra, de esta suerte
este proceso se hace visible y apalabrable en cuanto desplazamiento de
la vieja forma en favor de una nueva. El cambio permanente de los
contenidos culturales, en definitiva, de cada estilo cultural como un
todo, es la constatación o, antes bien, el éxito de la fecundidad
inextinguible de la vida, pero también de la profunda contradicción
entre el flujo eterno de la vida y la validez y autenticidad de las
formas objetivas en las que inhabita la vida. Ésta se mueve
perpetuamente entre muerte y resurgimiento -entre resurgimiento y
muerte.
Este carácter del proceso histórico de la cultura
ha sido constatado primeramente en el cambio económico. Las fuerzas
económicas de cada época despliegan formas de producción que se ajustan a
su naturaleza. La economía de esclavos, las constituciones
gremialistas, los modos agrarios del trabajo de la tierra -todos ellos,
ya formados, expresaban adecuadamente los deseos y las capacidades de su
época-. Pero dentro de sus normas y límites surgieron las fuerzas
económicas cuya extensión y desarrollo bloquearon el funcionamiento de
estos sistemas. Con el paso del tiempo, a través de revoluciones
explosivas graduales, reventaron los vínculos opresivos de sus
respectivas formas y los reemplazaron por modos de producción más
apropiados. Un nuevo modo de producción, sin embargo, no necesita tener
una energía arrolladora por sí mismo. La vida misma en su dimensión
económica -con su empuje y su afán por avanzar, su metamorfosis y
diferenciación- suministra las dinámicas para el movimiento completo. La
vida, como tal, carece de forma, si bien sólo se fenomeniza en calidad
de algo conformado. Tan pronto como cada forma aparece, sin embargo,
pretende una validez que trasciende el momento y se emancipa del latido
de la vida. Por este motivo la vida está siempre en latente oposición
con la forma. Esta oposición pronto se expresa en esta o en aquella otra
esfera de nuestro ser y hacer: finalmente esta oposición forma parte de
una necesidad total de la cultura en que la vida, sintiendo «la forma
como tal» como algo que se ha visto forzada a realizar, socava no sólo
esta o esa forma, sino la forma como tal, y la absorbe en su
inmediatez, para ponerse ella misma en su lugar, y así dejar correr su
propia fuerza y abundancia, tal como mana de su fuente, hasta que todos
los conocimientos, valores y formas adquieran validez en cuanto
manifestaciones directas de la vida.
Vivimos ahora esta nueva fase de la vieja lucha,
que no es la lucha de la actual forma exuberante de vida frente a la
vieja carente de vida, sino la lucha de la vida contra la forma, contra
el principio de la forma. Moralistas, reaccionarios e
individuos con un estilo de vida riguroso tienen razón cuando lamentan
la progresiva «carencia de forma» de la vida moderna. No aciertan a
comprender, sin embargo, que con ello no sólo tiene lugar algo negativo,
la extinción de las formas transmitidas, sino también una reconducción
positiva de la vida que socava aquellas formas. Esta lucha, en extensión
e intensidad, no per-mite la concentración de una nueva creación de
formas, hace de la necesidad un principio e insiste en luchar contra la
forma simplemente porque es forma. Probablemente esto sólo es posible en
una época en la que las formas culturales se perciben como un alma
exhausta, que ha dado de sí todo cuanto ha podido, mientras aún se
encuentra completamente cubierta de los productos de su fecundidad
anterior.
Acontecimientos similares tuvieron lugar en el
siglo XVIII. Entonces ocurrieron a lo largo de un prolongado período que
se extendió desde la Ilustración inglesa del siglo XVII hasta la
revolución francesa. Sin embargo, un ideal completamente nuevo inpulsó
esta Revolución: la liberación del individuo, la aplicación de la razón a
la vida, el desarrollo firme de la humanidad hacia la dicha y la
perfección. Nuevas formas culturales se desarrollaron fácilmente en este
medio -casi como si hubieran estado predeterminadas de un modo u otro-
suministrando seguridad interior a la humanidad. El conflicto de las
nuevas formas contra las caducas no generó la tensión cultural que
conocemos hoy cuando la vida, por el contrario, se subleva en todos los
ámbitos posibles, sobrepasando cualquier forma fija.
Los conceptos de vida, que desde décadas atrás
devinieron dominantes en la interpretación filosófica del mundo,
prepararon el camino para nuestra situación. De cara a situar este
fenómeno dentro del amplio espacio de la historia de las ideas, debo
realizar ciertos comentarios. En cada gran época cultural, se puede
percibir un concepto central del que se originan los movimientos
espirituales y por el que éstos parecen estar orientados. Cada concepto
central es modificado, oscurecido y cuestionado de innumerables modos,
pero en cualquier caso se mantiene como el «ser oculto» de la época.
En cada época particular éste se encuentra allí
donde el ser supremo, lo absoluto metafísico de la realidad coincide con
el valor supremo, con la exigencia absoluta de nosotros y del mundo.
Aquí comparecen unas contradicciones lógicas: lo que es
incondicionalmente la realidad no requiere ser realizado, no puede
decirse del ser incuestionado que debe llegar a ser. Pero las
cosmovisiones no se preocupan de esta dificultad conceptual en sus
últimas y más elevadas expresiones. Precisamente donde estas últimas se
presentan, donde se unen las series opuestas de la existencia y de la
obligación ética, uno puede asegurarse la localización de una idea
realmente central de la cosmovisión respectiva.
A continuación quiero indicar brevemente ciertos
conceptos centrales de otras tantas formas sociales habidas en el
discurrir histórico. En el clasicismo griego destacaba la idea del ser, de
lo unitario, sustancial, divino. Esta divinidad no fue presentada
panteísticamente sin forma, pero fue moldeada dentro de las formas
plásticas colmadas de significado. El Medievo cristiano ubicó en su
lugar el concepto de Dios en cuanto fuente y fin de la realidad, dueño
incondicionado de nuestra existencia que demanda de nosotros libre
obediencia y devoción. Desde el Renacimiento, este lugar fue
gradualmente ocupado por el concepto de naturaleza. Aparece
como el ser y la verdad, como un ideal, como algo que tiene solamente
que representarse y lograrse. Al principio esto ocurría entre artistas
para los que, de antemano, la unidad del núcleo último de la realidad y
de los valores supremos es la condición vital indispensable. El siglo
XVII centró su cosmovisión en el concepto de ley natural como la instancia única que define lo esencialmente válido. El siglo de Rousseau construyó la naturaleza como ideal, como valor absoluto, como aspiración y exigencia. Hacia finales de esta época, el yo, la
personalidad espiritual, emergió como concepto central. Algunos
pensadores representaban la totalidad del ser como creación de un ego;
otros veían la identidad personal como cometido, el cometido
esencial para el hombre. De hecho, el ego, la individualidad humana,
aparecía como una demanda moral absoluta o como propósito metafísico del
mundo. A pesar de la diversidad polícroma de sus movimientos
espirituales, el siglo XIX no desarrolló un ideal central comprehensivo.
En el límite de lo humano se pudo pensar aquí el concepto de sociedad
que, para muchos pensadores del siglo XIX, constituía la propia realidad
de la vida. De hecho, el individuo era visto frecuentemente como lugar
donde se cruzaban las corrientes sociales, o como una ficción o un
átomo. Por otra parte, se exigía la emergencia del sí-mismo en la
sociedad, el cometido absoluto de sí-mismo como norma absoluta que
incluye moralidad y otros aspectos. Sólo a finales de siglo apareció una
nueva idea: el concepto de vida accedió a un lugar destacado
en el cual las percepciones de la realidad estaban unidas con valores
metafísicos, morales y estéticos.
La expansión y desarrollo del concepto de vida
queda confirmado por el hecho de que se promocionó, al unísono, por dos
filósofos antagonistas, Schopenhauer y Nietzsche. Schopenhauer es el
primer filósofo moderno que no se pregunta por algún contenido de
la vida, por ideas o modos de existencia del ser. De hecho, se pregunta
exclusivamente: ¿Qué es la vida? ¿Cuál es su significado puramente como
vida? No debe despistar el hecho de que no utilice la expresión «vida»,
ya que sólo habla de voluntad de vivir o voluntad en general. Más allá
de todo su alcance especulativo sobre la vida, la voluntad representa su
respuesta respecto a la cuestión sobre el significado de la vida. Esto
supone que la vida no puede alcanzar ningún sentido ni fin fuera de ella
misma ya que siempre abraza la voluntad, aunque bajo el disfraz de
múltiples y variadas formas. Puesto que sólo puede mantenerse dentro de
sí misma por su realidad metafísica, puede encontrar únicamente sólo
ilusión y desengaño en cada fin aparente. Por otra parte, Nietzsche, que
parte de la «vida» como la singular determinación de sí misma, como la
sola sustancia de todos sus contenidos, encuentra en la vida misma el
propósito de la vida que es negado desde fuera. Esta vida, por su
naturaleza, es incremento, derroche y despliegue de completitud y poder,
fuerza y belleza que flota sobre sí misma. Adquiere un valor superior,
no a través del seguimiento de fines precisos, sino por el desarrollo de
sí misma, deviniendo así más vida y logrando un valor que
apunta a lo infinito. Aunque la desesperación de Schopenhauer sobre la
vida es radicalmente opuesta al júbilo de Nietzsche, debido a contrastes
profundos y esenciales de naturaleza distinta a toda decisión o
mediación intelectual, estos dos pensadores comparten una visión básica
que les hace diferentes del conjunto de los filósofos anteriores. Esta
cuestión básica es: ¿Cuál es el significado de la vida, cuál es su valor
en cuanto vida? Ellos sólo pueden preguntarse por el conocimiento y la
moral, por el yo y por la razón, por el arte y por Dios, por la suerte y
por el sufrimiento, después de haber solucionado aquel primer enigma y
su solución decide sobre todas esas preguntas. Es sólo el hecho
originario de la vida el que suministra significado y medida, valor
positivo o negativo. El concepto de vida es el punto de intersección de
sendas líneas opuestas de pensamiento que establecen el marco para las
decisiones fundamentales de la vida moderna.
Pretendo ahora ilustrar, a través de numerosos
ejemplos contemporáneos, la especificidad de la situación cultural que
ahora experimentamos (1914) en la que, en particular, predomina la
oposición frente al principio de la forma como tal. Nos encontramos esta
oposición cuando la conciencia aparece progresando hacia nuevas
estructuras. El Medievo tiene sus ideales cristianos y eclesiásticos y
el Renacimiento su redescubrimiento de la naturaleza secular. La
Ilustración hizo suyo el ideal de la razón y el Idealismo alemán adornó
la ciencia con fantasías artísticas y convirtió al arte, mediante el
conocimiento científico, en fundamento de lo que es el cosmos. Sin
embargo, el impulso básico que está a la base de la cultura
contemporánea es negativo y esto porque, a diferencia de los hombres del
pasado, nosotros hemos estado durante algún tiempo sin ideal
compartido, incluso sin ideales de ningún tipo.
Si se preguntara hoy a los hombres de las capas más
instruidas sobre los ideales que mueven sus vidas, la mayoría daría una
respuesta especializada derivada de su experiencia profesional; pero
rara vez se escucharía voz alguna en favor de un ideal cultural que
pudiera gobernar al conjunto de la humanidad. Existe una buena razón
para explicar esto. No sólo hay, por así decirlo, una carencia de
material para un ideal cultural unificador, sino que los ámbitos que
debería circunscribir son muy numerosos y heterogéneos como para
permitir semejante unificación intelectual. Trasladándome a casos
concretos, hablaré ahora de fenómenos artísticos.
De las varias tentativas que colectivamente son designadas como Futurismo, parece
destacarse sólo el expresionismo como la orientación dotada de una
unidad propia. Siendo así el sentido del expresionismo, no me equivoco
al afirmar que el movimiento interno del artista, tal y como es vivido,
se sigue inmediatamente en la obra o, precisamente, en calidad de obra.
Ese movimiento no debe llevar a cabo o moldear una forma que fuera
impuesta por sí misma desde el exterior, ya fuera desde lo real o lo
ideal. De esta suerte, el expresionismo nada tiene que ver con la
imitación del ser o de un suceso, que es intención del impresionismo.
Las impresiones, después de todo, no son productos puramente
individuales del artista, sino pasivos y dependientes del mundo
exterior. La obra de arte que las refleja es un tipo de mezcla de la
propia vida del artista y la peculiaridad de un objeto dado. El objeto
artístico, en este caso, debe sugerirse al artista desde el exterior,
desde la tradición, desde un ejemplo previo, desde un principio fijo.
Pero todas estas fuentes de la forma están contenidas en la vida que se
afana por desplegarse de forma creativa dentro de sí misma. Si la vida
desemboca en semejantes formas, sólo se encuentra doblegada, entumecida y
distorsionada en la obra de arte.
Pretendo ahora considerar, en su forma más pura, el
modelo expresionista del proceso creador. Los movimientos del alma del
pintor, de acuerdo con este modelo, se prolongan, sin más, en la mano
que lleva el pincel. La pintura los expresa como un gesto expresa una
emoción interna o un grito expresa un dolor; los movimientos del pincel
siguen a los del alma sin resistencia. Por lo tanto, la imagen plasmada
en el lienzo es el precipitado inmediato de la vida interior, que nada
exterior y extraño deja penetrar en su despliegue. Las pinturas
expresionistas son visualizadas según algún objeto con el que no tienen
ninguna semejanza, y muchos son quienes consideran esto extraño e
irracional. Sin embargo, esto no es tan carente de sentido como pudiera
parecer de acuerdo a las anteriores preconcepciones artísticas. Aquel
movimiento interior del artista que fluye sólo como obra expresionista,
puede originarse en las fuentes secretas y desconocidas del alma humana.
Pero también puede desencadenarse desde el estímulo de objetos
pertenecientes al mundo externo. Hasta fechas muy recientes se mantenía
que una respuesta artística productiva debía mostrar una semejanza
morfológica con el estímulo que la desencadenaba; de hecho, la escuela
impresionista se basaba en su totalidad en esta concepción. El
expresionismo se alejó de este presupuesto. Su idea era la de que no hay
necesidad de identidad entre la forma de la causa y la de su efecto. De
hecho, la percepción de un violín o de un rostro humano puede
desencadenar en el pintor respuestas emocionales que, en la
transformación promovida por sus energías artísticas, engendra
finalmente una forma totalmente diferente. Se puede decir que el artista
expresionista sitúa, en el lugar del «modelo», «el motivo» que lanza su
vida, obediente en su contenido sólo a sí misma, a un movimiento.
Expresado de una manera abstracta, el acto creativo representaba la
lucha de la vida por la autoidentidad. Siempre que la vida se expresa a
sí misma, desea sólo expresarse a sí misma; de hecho, hace quebrar toda
forma que se quiere imponer como realidad o como ley que valen por sí
mismas.
La obra pictórica ciertamente tiene forma. Pero con
arreglo a la intención del artista, la forma representa sólo una
exterioridad inevitable, sólo un mal necesario. Esta forma no tiene,
como las formas de todos los otros ideales artísticos, un significado en
sí mismo, que sólo se realizaría por el potencial productivo de la
vida. Por esta razón, el arte abstracto es indiferente a los estándares
tradicionales de belleza y fealdad, los cuales están conectados con la
prima-cía de la forma. La vida, en su flujo permanente, no está
determinada por un fin sino impulsada y conducida por una fuerza; por
ello, tiene significación más allá de los cánones de belleza y fealdad.
Una vez que la obra artística cobra vida, se pone de relieve que no
posee ningún tipo de significado y valor que se puede esperar de un dato
objetivo independiente de su creador. Este valor, sin embargo, ha sido
guardado desde el mismo inicio del acto de pintar -podríamos decir, casi
celosamente- por una vida que sólo se da expresión a sí misma. Nuestra
peculiar preferencia por las obras del pasado de los grandes artistas
podría basarse en este hecho. La vida creativa se ha convertido en
soberana en estas obras, de modo tan autosuficiente y enriquecedor que
rechaza toda otra forma que es tradicional o compartida con otros. Su
expresión en una obra de arte no es sino su destino natural en cada
caso. Desde esta perspectiva podría aparecer conexa y plena de sentido
como obra de arte, si bien podría aparecer fragmentada, desequilibrada,
como si estuviera compuesta de fragmentos, desde el punto de vista de
las formas tradicionales. Esto no es un ejemplo de incapacidad senil
para producir una forma, no es una debilidad propia de la edad, sino el
vigor propio de la edad. El gran artista, en esta época de su
perfección, es tan puro que su obra sólo revela, a través de su forma,
lo que la corriente latente de su vida produce por sí misma. El único
derecho de la forma se ha perdido para el artista.
Ahora sería posible que una forma que se consuma
pura como forma y que es, en sí, significativa, pudiera ser la expresión
totalmente adecuada de la vida inmediata, ajustándose a ella como una
envoltura que ha crecido orgánicamente. Esto es algo indudable en el
caso de las grandes obras artísticas que propiamente se deben llamar
clásicas. De este modo, se manifiesta una específica relación
estructural del mundo espiritual que tiene implicaciones más allá de sus
consecuencias para las artes. Podría afirmarse que en el arte se
expresa algo que vive más allá de la forma del arte. Todo gran artista y
toda gran obra de arte contiene más amplitud y profundidad (surgidas
desde la fertilidad de las fuentes más ocultas) de lo que el arte es
capaz de expresar. Sin embargo, los hombres intentan incesantemente
moldear e interpretar esta vida. En los ejemplos clásicos el intento es
satisfactorio y la vida se funde completamente con el arte. Sin embargo,
la vida alcanza una expresión más altamente diferenciada y más
autoconsciente en aquellos casos donde contradice y destruye formas
artísticas. Puede recordarse, por ejemplo, el destino interno que
Beethoven pretendió expresar en sus últimas composiciones. La vieja
forma artística no se rompe sino que es sometida por algo distinto, más
amplio, por algo que irrumpe desde otra dimensión.
Algo similar ocurre en el caso de la metafísica. Su
pretensión es el conocimiento de la verdad. Pero en ella se expresa
algo que permanece más allá del conocimiento y este «más», o «más
profundo», o «lo otro», se hace manifiesto por el hecho de que hace
violencia a la verdad como tal, porque lo que afirma está lleno de
contradicciones y puede ser fácilmente refutado. A las paradojas típicas
del espíritu -las que, en verdad, el optimismo cómodo de los
superficiales suele pasar por alto- corresponde el hecho de que cierta
metafísica, en cuanto símbolo de la vida o relación expresiva de un tipo
de hombres con la totalidad del ser, no sea tan verdadera si es verdad
como «conocimiento». Tal vez también en la religión se encuentra algo
que no es religión, un profundo más allá de sí misma. Cuando este
elemento se patentiza, todas las formas religiosas concretas en las que
se encuentra la verdadera religión pueden ser destruidas.
En una obra humana, tal vez en toda aquella que
surge desde la capacidad creativa del alma humana, hay un «más» que lo
que contiene en su forma. Esto distingue todo lo que tiene alma de
aquello que es producido de forma mecánica. Aquí, quizás, pudiera
encontrarse la motivación para el interés contemporáneo en el arte de
Van Gogh. En él, más que en otros pintores, se percibe una vida
apasionada que sobrepasa los límites del arte pictórico. Irrumpe desde
una amplitud y profundidad muy singulares; el hecho de que encuentre en
el talento del pintor un canal para su expresión es algo casual, como
si, de igual modo, hubiera podido dar vida también a actividades
prácticas, religiosas, poéticas y musicales. Es, ante todo, esta vida
palpitante que puede ser sentida en su inmediatez, lo que le hace a Van
Gogh tan fascinante.
El hecho de que, por otro lado, una parte de la
juventud actual participe del deseo de un arte totalmente abstracto
surge de la pasión por una expresión inmediata y desenfrenada de sí
misma. El ritmo frenético de la vida de nuestra juventud empuja esta
tendencia hasta su extremo absoluto y es joven todo aquello que
representa este movimiento. En general, los cambios históricos de un
impacto revolucionario interno o externo han sido protagonizados por la
juventud. En la naturaleza específica del presente cambio, debemos hacer
una particular referencia a esto. Mientras los adultos, debido a su
vitalidad disminuida, concentran su atención más y más en los contenidos objetivos
de la vida, que en el significado actual podrían ser señalados como sus
formas, la juventud se implica más con los procesos de la vida. La
juventud sólo desea expresar su poder y su exceso de poder sin hacer
caso de los objetos implicados. De hecho, el movimiento cultural
favorecedor de lo vital y de su expresión contraria a todo lo formal,
encarna el significado de la vida joven.
Debe hacerse aquí una observación fundamental que
también pueda aplicarse fuera del mundo del arte. ¿Qué cabe decir de la
difundida búsqueda de originalidad entre la juventud
contemporánea? A menudo es sólo una forma de vanidad, un intento de
convertirse en una sensación para sí mismos y para los demás. En los
casos excepcionales influye la pasión por expresar realmente la propia
vida; la seguridad de que ésta es realmente su expresión sólo
parece darse cuando no es aceptado nada de lo tradicional. Aceptar una
forma objetiva supone la pérdida de toda individualidad humana: además,
se adulteraría su vitalidad al congelarla dentro del molde de lo ya
caduco. Lo que en estos casos hay que salvar no es la individualidad de
la vida, sino la vida de la individualidad. La originalidad es, por así
decir, sólo la ratio cognoscendi que nos asegura que la vida es
pura por sí misma y no las formas que son su expresión, objetivación y
solidificación dentro de su fluir. Esto es quizás un motivo subliminal,
no explícito pero poderoso, que subyace al moderno individualismo.
Podemos encontrar esta misma voluntad fundamental
en uno de los movimientos filosóficos más recientes que se aleja de las
expresiones tradicionales de la filosofía. Quiero designarlo como Pragmatismo porque
la versión más destacada, la americana, así lo ha denominado. Considero
esta línea como la más superficial y limitada. Independientemente de la
existencia de cualquier versión establecida, podemos construir un tipo
ideal de Pragmatismo que pueda iluminar su relación con la interrogante
que nos ocupa. Permítasenos primero entender qué es lo que cuestiona el
Pragmatismo. De todos los ámbitos de la cultura, no hay ninguno que
nosotros consideramos más independiente de la vida, ninguno tan alejado
de los motivos, necesidades y destinos de los individuos que el
conocimiento. El hecho de que dos veces dos es igual a cuatro o que las
masas se atraen en razón inversa del cuadrado de sus distancias, es válido, lo
sepa o no la mente viva, sin hacer caso de los cambios de mentalidad
que la humanidad puede sufrir. El conocimiento técnico que está
directamente entretejido con la vida y que juega un gran papel en la
historia de la humanidad, se mantiene esencialmente intacto en el
ascenso y descenso de la vida. El así llamado «conocimiento» práctico,
después de todo, es sólo conocimiento «teórico» que ha sido aplicado a
objetivos prácticos. Como forma de conocimiento pertenece a un orden con
sus propias leyes, un imperio idealizado de la verdad.
Esta independencia de la verdad, que ha sido
propuesta en todo momento de la historia, es lo que el Pragmatismo
cuestiona. Nuestra vida externa e interna, afirma el Pragmatismo,
consiste en representaciones de conocimiento cuya verdad conserva y
mejora nuestra vida, cuya falsedad nos lleva a la perdición. Nuestras
representaciones están constituidas por influencias puramente psíquicas.
En ningún caso son reflejos mecánicos de la realidad en la que se
enreda nuestra vida práctica. Por ello sería una coincidencia de todo
punto destacable que desembocaran en consecuencias deseables y
predecibles dentro del ámbito de lo real. Es probable, sin embargo, que
entre las numerosas impresiones e ideas que determinan nuestra vida
activa, están aquellas que participan del título de verdad porque
soportan y mantienen la vida, mientras que otras con consecuencias
negativas son llamadas erróneas. No existe, de antemano, una verdad
independiente que es posteriormente sumergida en la corriente de la vida
para dirigirla de forma correcta, sino al contrario: entre el número
infinito de imágenes e ideas que brotan de esta corriente vital y que,
de nuevo, influyen, retroactivamente, en su dirección, se encuentran
aquellas que corresponden con nuestra voluntad de vivir. Uno podría
decir que esto es un accidente; sin este accidente, sin embargo, no
podríamos vivir. Son precisamente estas ideas-soporte las que nosotros
reconocemos como auténticas y verdaderas. De hecho, ni los objetos por
sí mismos, ni la razón soberana, determinan el valor verdadero de
nuestros pensamientos. Antes bien, es la vida -que se expresa, a sí
misma, a través de necesidades de supervivencia, a veces a través de las
necesidades espirituales más profundas- la que nos compele a clasificar
nuestras ideas, entre un extremo que nosotros designamos como la verdad
completa, y el otro, que definimos como el error más evidente
Aquí no quiero hacer exposición de esta teoría ni
criticarla. No problematizo su grado de verdad o falsedad. Simplemente
quiero dejar claro que ha sido desarrollada en un tramo particular de la
historia. El pragmatismo, como se ha visto, priva a la verdad de su
vieja pretensión de ser un dominio libremente suspendido gobernado por
leyes independientes e ideales. La verdad ha quedado ahora implicada en
la vida, alimentada por sus recursos fecundos, orientada por la
totalidad de sus direcciones y objetivos, legitimada por sus valores
básicos. La vida, de hecho, ha reclamado su soberanía sobre una
provincia previa-mente autónoma. Esto puede reformularse de la siguiente
manera: la forma de la verdad en el pasado suministraba un soporte fijo
o un contexto indestructible para el mundo completo de nuestros
pensamientos y sentimientos a los que ella pretendía infundir una
consistencia interna y un significado autosuficiente. Ahora, sin
embargo, pensamiento y sentimiento son seres disueltos en y por el flujo
de la vida. Ceden ante fuerzas y direcciones emergentes y cambiantes
sin proponer una resistencia basada en un derecho independiente o una
validez atemporal. La expresión más pura de la vida como idea central se
alcanza cuando es vista como hecho metafísico básico, como la esencia
de todo ser. Esto va más allá del problema del conocimiento: ahora todo
objeto se convierte en un latido de la vida, una forma de presentarse o
un tramo de su desarrollo. En el despliegue completo del mundo hacia el
espíritu, la vida asciende como espíritu y desciende como materia. Y
cuando esta teoría responde a la cuestión del conocimiento a través de
la «intuición», que sobrepasa todas las mediaciones lógicas y
racionales, se toma inmediatamente la verdadera interioridad de las
cosas, lo cual supone que sólo para la vida es dable entender la vida.
Así las cosas, toda objetividad, el objeto de todo
conocimiento, debe transformarse en vida, de modo que el proceso de
conocimiento, entendido como una función de la vida misma, queda
confrontado con un objeto al que puede penetrar completamente ya que es
igual en cuanto a su esencia. Mientras que el pragmatismo original
disolvía la imagen del mundo dentro de la vida desde un punto de vista
del sujeto, la filosofía de vida hace esto también para el
objeto. Nada se conserva aquí de la forma como principio del mundo fuera
de la vida, como una determinación de la existencia con sentido y
fuerza propios. Lo que pudiera designarse aquí como forma, aludiría a un
acto de misericordia efectuado por la misma vida.
Este movimiento que sobrepasa los principios
formales alcanza el culmen no sólo en los pragmatistas, sino en todos
aquellos pensadores que han participado del impulso moderno contra los
sistemas cerrados. En sociedades del pasado gobernadas por
consideraciones clásicas y formales, estos sistemas alcanzaron nivel de
santidad. El sistema quiere reunir, por así decir, simétricamente, todos
los conocimientos, por lo menos, en sus conceptos más generales, desde
un motivo fundamental hasta una construcción proporcionadamente formada
por todos los lados de partes superpuestas y subordinadas. En el acabado
estético-arquitectónico, en el exitoso redondeado y clausura de este
edificio se ve -y esto es un punto decisivo- la prueba para una validez
objetiva. Se da la culminación más extrema del principio formal al
convertir la perfección interna de la forma en criterio último de la
verdad. Ésta es la visión contra la que la vida, que está constantemente
creando y destruyendo formas, debe defenderse a sí misma.
La cosmovisión que exalta y glorifica la vida
insiste firmemente en dos cosas. De una parte, rechaza al mecanicismo en
calidad de principio universal; percibe a éste como una técnica de la
vida, quizás como un síntoma de su pro-pia decadencia. De otra parte,
hace caso omiso de la pretensión de las ideas de convertirse en ámbito
metafísico autónomo, en sustancia de todo ser. La vida no quiere caer
bajo el dominio de lo que se encuentra debajo de ella, pero tampoco
quiere caer bajo el yugo de la idealidad que se otorga a sí misma el
rango más elevado. Aunque ninguna forma suprema de vida es capaz de
saber de sí misma sin el gobierno de las ideas, esto ahora parece ser
posible porque las ideas mismas derivan de la vida. La esencia de la
vida es generar su guía, salvación, oposición, victorias y víctimas. Se
sustenta y se impulsa a sí misma, por así decir, por una ruta indirecta,
a través de sus propios productos. Aquello que se confronta con ella
representa su propio hecho original, expresa el estilo distintivo de la
vida. Esta oposición interna es el conflicto trágico de la vida como
espíritu, conflicto que se patentiza con más evidencia conforme más
autoconsciente deviene la vida.
Visto bajo una perspectiva cultural más general,
este movimiento implica la omisión del clasicismo como ideal absoluto
para la cultura humana. El clasicismo, después de todo, es la ideología
de la forma, que se observa a sí misma como la norma última para la vida
y la creación. Nada más satisfactorio y refinado ha tomado el lugar del
viejo ideal. El ataque contra el clasicismo no remite a la introducción
de nuevas formas culturales. La vida autoconfiada pretende liberarse de
la coacción de la forma cuyo representante histórico es el clasicismo.
Quiero dar cuenta, a continuación, de una tendencia
idéntica dentro de un ámbito específico de la moral. Con el nombre de
«nueva moral» se remite a una crítica de las relaciones sexuales
existentes cuya propaganda es impulsada por un pequeño grupo pero de
cuyo anhelo participan grupos mucho más extensos. Esta crítica se dirige
principalmente contra dos elementos de la escena contemporánea: el
matrimonio y la prostitución. Su tema básico puede ser expresado como
sigue: el significado más personal e íntimo de la vida erótica es
ocultado por las formas en las que nuestra cultura les ha reificado y
aprisionado. El matrimonio, concebido desde numerosas consideraciones
no-eróticas, va siendo minado desde dentro por cientos de rígidas
tradiciones y crueldades legales; donde no es destruido, erosiona toda
individualidad y conduce al estancamiento. La prostitución ha devenido
prácticamente una institución legal que compele a la vida erótica de la
gente joven hacia una dirección deshonrosa que contradice y caricaturiza
su naturaleza más íntima. El matrimonio y la prostitución aparecen como
formas opresivas que frustran la vida inmediata y genuina. Bajo
diferentes circunstancias culturales, estas formas no eran tan
inapropiadas. Ahora, sin embargo, concitan contra sí fuerzas que brotan
de los últimos recursos de la vida. De forma más evidente que en los
otros dominios culturales puede comprobarse aquí lo poco que
corresponde, hasta ahora, la nueva formación positiva al motivo
fundamental perfectamente positivo de la destrucción de las formas.
Ninguna proposición de aquellos reformadores es, en modo alguno,
generalmente aceptada como una sustitución suficiente de las formas
condenadas por ellos. El cambio cultural típico, es decir, la lucha y la
sustitución de la forma envejecida por una nueva que aspira a surgir,
está aquí muy atrasado. La fuerza actuante bajo el manto de las nuevas
formas está dirigida, temporalmente y sin disfraz, contra las viejas
formas vaciadas de una vida erótica genuina. Sin embargo, está
incurriendo en la contradicción previamente mencionada ya que la vida
erótica, tan pronto como es expresada en los contextos culturales,
requiere necesariamente alguna forma. En principio, sólo un observador
superficial es quien aquí no ve sino deseo desenfrenado y anárquico, si
bien, a través de un análisis profundo, la cosa es distinta. La vida
erótica genuina, de hecho, fluye naturalmente por canales individuales.
La oposición se dirige contra formas porque éstas la reconducen hacia
esquemas generalizados y, con ello, violentan su singuralidad. Aquí se
trata de la pugna entre vida y forma que, de modo menos abstracto, menos
metafísico, se resuelve como una lucha entre individualidad y
generalización.
Podemos encontrar la misma tendencia en la religión
contemporánea. Vinculo esto con el hecho observado hace diez o veinte
años en el que un reducido número de individuos intelectualmente
avanzados emplean el misticismo para satisfacer sus necesidades
religiosas. En general, puede aceptarse que éstas se han desarrollado en
una de las iglesias existentes. Tras su acercamiento a la mística queda
por reconocer una doble motivación. Por un lado, que las for-mas a cuyo
través se transforma la vida religiosa en determinadas formas
portadoras de contenidos, no les satisfacen; por otro, que, por ello, el
deseo no ha sido sacrificado, sino que busca otros fines y otros
derroteros. Parece claro que, para dar ese giro hacia la mística, se
tiende a suprimir el contorno fijo, la precisión del límite de la vida
religiosa. El misticismo aspira a una deidad que trascienda toda forma
personal y particular; pretende una expansión indeterminada del
sentimiento religioso que no choca con ningún límite dogmático, una
profundización en la infinitud sin forma, un modo de expresión basado
solamente en el anhelo virtuoso del espíritu. El misticismo aparece como
el último refugio de los individuos religiosos que aún no se han
desligado de todo asidero trascendente, sino de todo lo determinado y
establecido en cuanto a contenidos.
La instancia más decisiva de este desarrollo
-aunque pudiera estar repleto de contradicciones y estar eternamente
separado de su objetivo- parece afanarse por disolver las formaciones de
la fe en la vida religiosa, en la religiosidad, considerada como una
disposición funcional del proceso interno de la vida, de la
cual aquéllas han surgido y siempre surgen. Hasta hace poco el cambio de
la cultura religiosa se consumaba siempre en la forma que aquí se
muestra: una cierta forma de vida religiosa, originalmente adecuada en
su surgimiento a sus potencias y características esenciales, se
petrifica gradualmente al privilegiar los asuntos más superficiales y
exteriores. Ésta es desplazada por una nueva forma emergente en la que
la dinámica y el impulso religioso laten de nuevo. Es decir, una nueva
forma religiosa, una nueva serie de creencias religiosas ocupan el lugar
de otras caducas. No obstante, para una gran cantidad de hombres de
nuestros días los objetos sobrenaturales de las creencias religiosas han
sido radicalmente suprimidos; su impulso religioso, sin embargo, no ha
sido con ello eliminado. Su fuerza efectiva, que formalmente se
manifestaba a sí misma a través del desarrollo de contenidos dogmáticos
más adecuados, no puede expresarse verdaderamente a sí misma por medio
de la polaridad de un sujeto creyente y un objeto de creencia. En el
estado último de los asuntos hacia los cuales está apuntando esta nueva
tendencia, la religión pasaría a ser una función en cuanto medio para la
expresión directa de la vida. No sería algo similar a una simple
melodía dentro de la sinfonía de la vida, sino una tonalidad a cuyo
través ésta se despliega como totalidad. El espacio de la vida, repleto
de contenidos seculares, de acciones y destinos, pensamientos y
sentimientos, estaría atravesado por esa unidad interna de la humildad y
la exaltación, la desazón y la quietud, el riesgo y la consagración,
estados que sólo podemos tildar de religiosos. La vida consumida de esta
forma demostraría su valor absoluto -valor que, bajo otras
circunstancias, le fue dado sólo a ella a través de formas singulares en
las que se manifestaba y a través de contenidos individuales de
creencia en los que se ha cristalizado-. Angelus Silesius nos da una
muestra de ello, cuando separa los valores religiosos de todas las
conexiones fijadas con algo específico y reconoce su lugar como vida
vivida: El santo, cuando bebe complace tanto a Dios como cuando reza y
canta
No se trata de la llamada «religión secular».
También ésta se enraiza siempre en contenidos concretos, sólo que son
empíricos y no trascendentes; también canaliza la vida religiosa a
través de ciertas formas de belleza y grandeza, de sublimidad y
conmoción lírica. Aquí, sin embargo, está en cuestión si la religiosidad
es un proceso inmediato de la vida que abarca todo latido latente de la
existencia: ¿en vez de un tener, es un ser?; ¿se puede tratar de un ser
piadoso que, en caso de tener objetos, puede denominársele fe? Ahora,
sin embargo, la religiosidad es similar a la vida misma. No apunta a la
satisfacción de necesidades eternas, sino que busca la corriente
continua de la vida en una esfera profunda en la que aún no se ha
escindido en necesidades y satisfacciones. En esta esfera de perfección
religiosa no se requiere un objeto que prescriba una forma determinada
-como un pintor expresionista tampoco libera su necesidad artística
ajustándose a un objeto exterior-. La vida aspira a expresarse
directamente como religión y no en un lenguaje con un léxico dado y una
sintaxis prescrita. Podría decirse de forma aparentemente paradójica: el
espíritu quiere mantener su fe aun cuando haya perdido su fe en
contenidos concretos y predeterminados.
Esta dirección de las almas religiosas, que a
menudo se deja sentir en los propósitos, en cierta extraña confusión y
en una crítica puramente negativa que mal se comprende a sí misma, ahora
encuentra la más profunda dificultad: la vida puede expresarse y
realizar su libertad sólo a través de formas; si bien éstas
deben, necesariamente, sofocar la vida y obstruir la libertad. La
religiosidad, la fe es un estado del alma que es dado con la vida misma y
a la que colocaría también de determinado modo, si a aquel estado jamás
le fuese dado un objeto religioso -al igual que una naturaleza erótica
debería mantener y acreditar su carácter aunque jamás pudiera encontrar
un individuo digno de ser amado por ella-. Sin embargo, se puede dudar
de si la voluntad de una vida religiosa no necesita un objeto, si un
carácter meramente funcional, sin forma en sí, que solamente matiza lo
más elevado y bajo de la vida -que parece representar el sentido
significativo de numerosos movimientos religiosos-, puede realmente
satisfacerla. Posiblemente esta nueva religiosidad es un intermedio
casual. Puede tenerse entre las dificultades internas que más acucian a
un buen número de miembros de la sociedad moderna el hecho de que es
imposible proteger a las religiones con sus iglesias tradicionales, al
mismo tiempo que la dinámica religiosa, a pesar del incremento de la
Ilustración, persista. Esto es así ya que a la religión le pueden haber
sido arrebatados sus ropajes pero no su vida. Hay una salida a este
dilema en el cultivo de la vida religiosa como una cosa en sí misma: la
transformación del verbo «creer» de un transitivo «yo creo que» a un
puramente intransitivo «yo creo». A la larga, tal vez, esto puede
convertirse en una contradicción no menor. Aquí de nuevo vemos el
conflicto básico inherente a la naturaleza de la vida cultural. La vida
debe realizarse como forma o proceder a través de formas. Pero las
formas pertenecen a un orden de ser completamente diferente. Requieren
algunos contenidos que se sitúan más allá de la vida. De esta suerte,
asoma la contradicción en la esencia misma de la vida, sus dinámicas
oscilantes, sus destinos temporales, la diferenciación incesante de cada
uno de sus momentos. La vida conlleva, en sí misma, la contradicción.
Sólo puede entrar a formar parte de la realidad bajo la forma de su
antítesis, esto es, sólo bajo la forma de la forma. Esta contradicción es más pronunciada y aparece más irreconciliable en la medida en que la vida se hace a sí misma 2.
Las formas mismas, sin embargo, niegan esta contradicción en sus
rígidas configuraciones individuales, en la exigencia de sus derechos
imprescriptibles, se presentan a sí mismas como el verdadero significado
y valor de su existencia. En la medida en que la cultura se ha
desarrollado, semejante contradicción se acentúa en grado sumo.
La vida anhela lograr algo que no puede alcanzar.
Desea trascender las for-mas y aparecer en su desnuda inmediatez. Los
procesos de pensar, desear y conformar sólo pueden sustituir una forma
por otra. Nunca pueden reemplazar la forma como tal por la vida que,
como tal, trasciende la forma. Todos estos ataques contra las formas de
nuestra cultura, que alinean contra ellas las fuerzas de la vida en «sí
misma», encarnan las contradicciones internas más profundas del
espíritu. Aunque este conflicto crónico entre forma y vida ha sido más
acusado en otras épocas históricas, ninguna tanto como la nuestra la ha
revelado como su auténtico tema de controversia.
Es un prejuicio filisteo pensar que todos los
conflictos y problemas existen para ser resueltos. Ambos tienen
cometidos adicionales en la economía e historia de la vida, cometidos
que ellos satisfacen con independencia de sus propias soluciones. De
hecho, existen con derecho propio, aun cuando el futuro no reemplace los
conflictos por sus soluciones, sino solamente sus formas y contenidos
por otros. Pues, realmente, todos aquellos fenómenos problemáticos, ya
discutidos, nos hacen conscientes cuán contradictorio es el presente
para que nos detengamos en él, en qué medida apunta, sin duda, a una
transformación más fundamental que la que sólo se refiriese al cambio de
una forma existente por una nueva que aspira a surgir. Porque casi
nunca, en el último caso, el puente entre el antes y el después de las
formas culturales apareció tan completamente destruido como ahora, de
modo que la vida sin forma en sí sólo parece quedar suspensa en el
vacío. Indudablemente, la vida también empuja hacia aquel cambio típico
cultural, hacia la creación de nuevas formas, adecuadas a las fuerzas
actuales, aunque con éstas -tal vez haciéndose, la vida, lentamente
consciente, prolongando por más tiempo la lucha abierta- un problema
sólo es suplantado por uno nuevo, un conflicto por otro. Pero con esto
se realiza el verdadero modelo de la vida que, en sentido absoluto, es
una lucha que abarca la relativa oposición de lucha y paz, mientras la
paz absoluta, que quizá también encierra esta oposición, continúa siendo
el secreto divino.
1- G. SIMMEL, «Die Konflikt der modernen Kultur», 1918, Duncker y
Humblot, Berlín, traducción realizada a partir del mismo texto incluido
en Das individuele Gesetz, Frankfurt, Suhrkamp, 1987, 174-231.
2- Como la vida es la antítesis de la forma, y como aquello que es
conformado sólo puede describirse conceptualmente, el concepto de vida
no puede liberarse de cierta imprecisión lógica. La esencia de la vida
sería negada si uno intentara construir una definición conceptualmente
exhaustiva. El paso de la vida consciente hacia su total
auto-consciencia, no podría hacerse sin conceptos; los conceptos son
esenciales para la auto-conciencia. El hecho de que las posibilidades de
expresión quedan muy limitadas por la propia esencia de la vida, no
disminuye la claridad de aquel antagonismo intuitivo del mundo.
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